Hace calor
Madrugaste a escribir, te bañaste, tomaste café, elegiste una ropa ligera (¿de lino?) y, luego de haber probado la poltrona de la sala, te sentaste en una silla menos cómoda. El sol te persigue hasta cada rincón de la casa, y el vidrio de la ventana, como el lente de una lupa, parece avivarlo. Basta con que te quedes quieto para sentir el sudor en la frente y tus manos. La cara brillante, las axilas negras, los dedos pringosos, y se esfumó lo que giraba en tu cabeza y se electrizaba al contacto con eso informe, la realidad. Te paras, caminas como dentro de una jaula, y vuelves y te sientas, exaltado y nervioso. Abres la ventana, pero hace rato se fue la última brisa. Este calor, que impregna el centro de la vida, no te invita a escribir. Te alejas de la máquina de escribir y tomas un esfero. Se te resbala y la hoja se te pega al dorso de la mano, así como tu ropa a la piel. Brilla silenciosa esa página, la suma de tus silencios, un cielo de angustia. Es tal el sofoco, que oyes el zumbido de una mosca, pero te giras hacia la ventana y no es más que la última nube del cielo. ¿A cuánto estará el mar más cercano? Quieres huir, sueñas que te acercas al mar y te golpean una, dos, cien olas. Te sumerges entero en el mar, y no rebalsa, no dices eureka, no se te escapa ni siquiera una palabra de auxilio, ni un gemido, nada.
Sales por cigarrillos
No importa que no fumes y que nunca hayas aprendido a fumar, sales. Todos lo saben, así que ese pretexto obra con la sonoridad de un portazo. Atrás quedan, en sordina, la bulla, los alegatos. Se trataba de estar fuera de la casa, darte una vuelta, alejarte de la máquina de escribir. Pero como no fumas, y diste esa excusa a cambio de minutos de silencio, te preguntas si acaso no saliste por cigarrillos realmente. Excavas en tu memoria. Alguna vez, sí, en la imprevista adolescencia, fumaste un poco, pero te ganó la tos. Y al disiparse la nube de humo, había desaparecido también la tropa de la que querías hacer parte. Pasaron los años y lo intentaste de nuevo, pese a la propaganda institucional —incesante panoplia de espantos— que adornaba las cajetillas y te instaba a no fumar. Tampoco fue la gran cosa y te supiste aprensivo a este tipo de placeres. Ahora has dado muchas vueltas y sabes que se te gastó el pretexto, así como la ceniza del cigarrillo se alarga, se inclina y cae. Es de noche e imaginas que, si fumaras, las volutas de humo, rumbo a la Luna, esbozarían esas palabras inaugurales, las que no se te ocurren cuando te sientas a escribir.
Estás enamorado
Es el primer minuto del amor, antes de siglos de sucesivos esplendores y ruinas. Cada palabra, apesadumbrada con el peso de tu corazón, carga infecunda con un deseo o una añoranza. Te sientes ansioso, suspiras, jadeas, un funámbulo sobre esa cuerda templada que te dirige a un magnífico cielo. De repente te resulta inescrutable el mundo que te rodea y no entiendes la urgencia por tantos pomposos discursos. Pones palabras en el papel, solo para apurar el tiempo de volver a verla. Quisieras formular alguna pregunta, pero la evocación de su belleza es la superación de todas las contradicciones. No lo sabes, pero el amor, ese acústico vocablo que luego deslizarás con indolencia en múltiples frases, te incapacita para escribir, pues es la propia anulación del tiempo. Luego todo lo que escribas tendrá que ver con él, pero ahora no tienes nada, cartero de tu impaciencia, aleteando en el ancho espacio de tu ilusión. Ya pronto la vas a ver, respirando mansa a tu lado o en el corazón mismo de tus sueños.
Tienes miedo
Supones que hay un miedo anterior a todos, uno imposible de matizar ni adornar, más hondo que el hambre y la sed. No te resulta fácil identificarlo entre todos, pues eres un manojo de temores. Barajas los siguientes: la aprensión de decepcionar a quienes te quieren y defraudar a quienes no les importas; el terror de pensar que, cuando te muestres tal cual eres, nadie te va a aceptar y languidecerás en un eterno ostracismo; el pánico de que quizás no eres quien crees ser, y que esa imagen que con tanto esmero has labrado de ti no corresponde a la realidad. Te preguntas entonces qué es la realidad. Pero sabes que esta pregunta es quizás otra excusa para no dedicarte a escribir, tachar lo que has escrito, desechar las páginas, volver a empezar.
Este libro
Se trata de hacer algo, lo que sea, y más si lo consideramos importante, lo juzgamos necesario, decimos que nos gusta. Pero no, no lo hacemos. No dibujamos, no escribimos, no pintamos, no componemos. Los días pasan, la vida misma se nos va, y nos volvemos expertos de lo irrisorio, lo prescindible, lo impresentable. Deberíamos estar frente a la hoja en blanco, el lienzo, la partitura; anotando, esbozando, persiguiendo formas en las manchas… o al menos pensando o bostezando, pero ahí. Qué industriosos e imaginativos, pero para evitar esos momentos de extrema soledad. Genios del no hacer, nos empeñamos en otras actividades (incluso arduamente) y urdimos cualquier excusa para aplazar la tarea esencial, inventamos mil pretextos, de toda laya y para cada ocasión: los inevitables (toca ganarse la vida, pues de la sola ambición artística no ha vivido nadie), los circunstanciales (vas por cigarrillos, digamos), los fantásticos (eres un clon, eres un fantasma), los sicológicos (tu madre o tu padre ya hace lo que tú quieres hacer y de algún modo eso te desalentó) o los relativos (el amor, ya sabes, tanto te puede alentar como alejar de tus designios). Esta libro surgió de ese dar vueltas alrededor de la obra, sin ejecutarla. De modo paralelo, enumerando nuestras negligencias y atacando nuestros temores, quisimos que la infinidad de excusas nos sirvieran para dibujar (Ana) y para escribir (Fredy), convencidos de que se trata de hacer algo, lo que sea.