Un momento en Troya
Las muchachitas
escuálidas y sin esperanza
de que las pecas desaparezcan de sus rostros
no llaman a nadie la atención,
caminan por los párpados del mundo,
parecidas a papá o a mamá,
y, por eso, francamente aterradas;
a medio cenar,
a medio leer un libro,
al contemplarse frente al espejo,
suelen ser raptadas y conducidas a Troya.
En un abrir y cerrar de ojos, en primorosos tocadores,
se convierten en bellas Helenas.
Ascienden por la escalera real
entre susurros de admiración y sedas.
Se sienten ligeras. Saben
que la belleza es descanso,
que los labios moldean el significado de sus palabras
y los gestos se esculpen solos
en un meimportaunbledo inspirado.
Sus caritas, que valen
una negativa a los embajadores,
orgullosas se alzan en cuellos
dignos de un asedio.
Los galanes de las películas,
los hermanos de las compañeras
y el profesor de dibujo, ¡ay!,
todos sucumbirán.
Las muchachitas
contemplan el desastre
desde la torre de sus sonrisas.
Las muchachitas
se estrujan las manos
en un rito embriagador de hipocresía.
Las muchachitas
con la desolación como telón de fondo,
la ciudad en llamas por diadema
y zarcillos hechos de lamentos.
Pálidas y sin una sola lágrima.
Saciadas de imágenes. Triunfales.
Y tan sólo tristes
por tener que volver.
Las muchachitas
que vuelven.
Wislawa Szymborska, “Un momento en Troya”, Paisaje con grano de arena